
Por Javier Zaror Bustos (Académico Programa de Pedagogía en Educación Media Universidad Andrés Bello)
Episodios como el ocurrido en el liceo de Trehuaco, en Ñuble, donde una profesora fue gravemente agredida por parte de uno de sus estudiantes desafían abiertamente a las comunidades educativas y lo hacen desde dos dimensiones: desde la respuesta inmediata a la emergencia y desde el análisis de los fenómenos sociales que lo enmarcan.
Lo primero, efectivamente, tiene relación con la capacidad de reacción para abordar las consecuencias de los graves hechos, activando los protocolos correspondientes que involucran la acción del equipo del Programa de Integración Escolar junto con el equipo de convivencia educativa, que ya han sido objeto de análisis en otras columnas y reportajes.
La segunda dimensión va más allá e involucra una toma de distancia reflexiva que no se limita ya a la comunidad educativa en particular ni mucho menos al caso en particular. Nuestras conductas tienen que ver un con un contexto específico en el que nos encontramos, el mismo que, a su vez, es parte de un espacio más amplio de interacciones sociales que influyen en nuestra conducta. Esto quiere decir que, ese lamentable episodio sucedido en un aula de clase está relacionado no solamente con el funcionamiento del liceo propiamente tal, sino que, con nuestra cultura, prejuicios o estereotipos.
Para reflexionar sobre este hecho, primero debemos comprender la agresión como una forma en que los seres humanos (y demás animales) expresamos nuestro estrés. Esto nos da una primera pista: esta no es una conducta que tenga directamente que ver con un diagnóstico, como es el Trastorno del Espectro Autista, en adelante autismo. Más bien, es una herramienta que todas las personas podemos utilizar en un momento determinado.
Mucho se ha dicho a este respecto, vinculando la violencia con esta condición, o con una especie de tendencia de las personas autistas a ser agresivas. Una respuesta seria y no estigmatizante nos exige pensar, por un lado, en los factores individuales del estudiante que podrían estar asociados al estrés que cotidianamente vive, lo cual, es tarea de los profesionales tratantes y del ambiente cercano al estudiante y no de nosotros como sociedad. Lo que sí es tarea nuestra es poder reconocer cómo nuestra cultura, que la creamos y recreamos a diario, percibe y trata a las personas autistas.
Los comentarios de esta noticia en distintas plataformas cuestionan la idea de inclusión, consideran que “para algo existen las escuelas especiales”, se posicionan en apoyo a la profesora como si debiésemos debatirnos entre apoyarla a ella o al estudiante de 14 años, padres y madres contando que sus hijos son golpeados por “niños TEA”, etc. Es como si un desprecio latente en nuestra sociedad, previo a este hecho, estuviese esperando por ser expresado.
Volvamos a la idea de la agresión como una respuesta al estrés, ¿De verdad creemos que estas ideas o el hecho de que públicamente se vincule al autismo con la agresividad no va a tener ningún impacto en la realidad cotidiana de las personas que poseen esta condición? Me pregunto cómo han sido las experiencias escolares de este grupo de estudiantes desde lo ocurrido… ¿Cómo son vistos por sus pares? ¿Se alejan de ellos y les tienen miedo? ¿Profesoras y profesores evitan hablarles por miedo a las agresiones? Podríamos formularnos muchas preguntas, pero el punto es este: todas estas reacciones sociales frente a este episodio contribuyen a la creación de ambientes estresantes para las personas con autismo ¿No será que a nosotros nos estresa las personas que no encajan con lo que consideramos normal y que por ello las agredimos generando un círculo vicioso de nunca acabar?