
En medio de una creciente incertidumbre global, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial se preparan para sus reuniones de primavera en Washington D.C., bajo el peso de un complejo escenario político: la posible retirada de Estados Unidos, su principal accionista, en un eventual segundo mandato de Donald Trump.
Ambas instituciones han sido piezas clave del orden financiero internacional desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. El FMI condonó recientemente una deuda de 20.000 millones de dólares a Argentina para respaldar las reformas impulsadas por el presidente Javier Milei, mientras que el Banco Mundial ha desplegado silenciosamente financiamiento global por valor de 170.000 millones de dólares durante la pandemia.
Sin embargo, el “Projecto 2025”, documento de planificación de una futura administración Trump, propone la salida de EE.UU. del FMI y el Banco Mundial, tildándolos de “intermediarios costosos” que diluyen los recursos estadounidenses. La administración ya ha mostrado señales de distanciamiento, al no nombrar representantes en ambas entidades ni renovar su respaldo financiero.
Expertos como Robert Wade, de la London School of Economics, advierten que este escenario pondría en jaque la influencia global de Washington, que hoy ostenta poder de veto en decisiones clave. Las posibles consecuencias incluyen una crisis de liquidez en ambas instituciones y una oportunidad estratégica para China, que ha intensificado su rol en el financiamiento internacional a través del Nuevo Banco de Desarrollo y otras iniciativas.
El impacto de esta posible retirada se suma a las tensiones provocadas por los aranceles impulsados por Trump, que ya afectan la estabilidad económica internacional. Analistas como Constantin Gurdgiev señalan que esta política exterior “transaccional y enfocada hacia dentro” podría debilitar la arquitectura financiera mundial, dejando un vacío que países como China estarían listos para llenar.
El futuro del FMI y el Banco Mundial, pilares del sistema económico global, queda ahora en manos de una lucha de poder e intereses cruzados, en la que Estados Unidos deberá decidir entre preservar su liderazgo o ceder espacio en un tablero geopolítico cada vez más disputado.